30 de ago. de 2008

dave eggers, qué es el qué





Si algo caracteriza a la edad del aburrimiento es la desaparición progresiva del horizonte vital de gente a la que admirar. El paso del tiempo te enseña que aquellos héroes sin fisuras de tu adolescencia y primera juventud eran, más que cualquier otra cosa, defectos en tu forma de percibir la realidad que entidades consistentes dificilmente atacables. Sin embargo, quizás como un reflejo de los viejos tiempos en los que uno está voluntariamente ciego o tuerto la mitad de su tiempo, siempre asoma un rescoldo de admiración completa, de entrega absoluta a todo lo que hace algún alguien en un remoto lugar del planeta (ya sabemos que la cercanía abrasa cualquier posibilidad de admiración: sólo caben otras emociones de naturaleza antagónica) de maneras más o menos inesperadas. Uno de los pocos ídolos que me quedan es Dave Eggers, escritor norteamericano editor de dos revistas -Mc Sweeny´s y The Believer- e impulsor de proyectos de integración social a través de la lectura y la escritura en algunos de los peores barrios de las peores urbes norteamericanas. Huelga decir que mi admiración es (casi) completamente irracional: adoro The Believer (soy suscriptor), carezco del dominio necesario de inglés para leer Mc Sweeney´s, de sus libros sólo he leído este último y observo con fascinación cómo evoluciona su atrevida experiencia en plan héroe de película de Frank Capra. No hay realmente una razón de peso para incluírlo en la lista de las "diez personas objetivamente más admirables del mundo". Quizás por ello.

Hecha la salvedad diré que el libro narra la odisea de uno de los miles de Niños Perdidos sudaneses, la generación de nacidos en Sudán en los ochenta y noventa en plena guerra civil entre el norte y el sur (herencia del proceso descolonizador británico) y la cadena de desgracias que le llevan de una aldea arrasada a una marcha interminable por el desierto y la posterior peregrinación por varios campos de refugiados durante años para terminar trabajando en subempleos diversos en unos Estados Unidos capaces de acoger a varios cientos de ellos, pero incapaces de reparar -como si alguien pudiera- las heridas de una vida de sufrimiento extremo. La narración es vibrante, recogiendo con brillantez el relato oral de los hechos que el protagonista, Valentino Achak Deng, hizo a Dave Eggers a lo largo de casi un año, y el libro consigue otorgarle el punto exacto a todos los detalles terribles de la epopeya vital de Achak sin caer el error de obviarlos por desagradables ni en la tentación de darles un papel preeminente desviando con ello la atención del sentido global del relato. Muchas páginas son realmente conmovedoras, en otras, personajes posiblemente ficticios (no aparecen en la larguísima lista final de agradecimientos) nos detallan la historia de Sudán y el terrible embrollo de su guerra civil, y, en general, hay una frescura que te llega a hacer creer durante mucho tiempo que estás escuchando en primera persona al propio Achak desgranando los detalles de su infancia y adolescencia.

Sé que un libro tan bienintencionado como éste es presa fácil de cierta clase de crítica cínica, que la estructura del relato presenta algunos peros bastante evidentes (que no diré aquí), y que la distancia entre el papel que quiere jugar Eggers y la pose de un Bono o alguien similar es realmente pequeña, pero, aún así, es un libro que supera con creces la barrera imaginaria de la honestidad que le exigimos a los demás, y, sobre todo, no parece presentar otra intención que contar la historia tremenda de Achak para no perder el recuerdo de aquellos que, a diferencia de éste, simplemente se quedaron por el camino.

29 de ago. de 2008

un recibimiento
Ayer fui al aeropuerto a buscar a mis suegros, que venían de un pequeño viaje de una semana. La terminal de Peinador, descoyuntada por las obras, convertida en un cosa desagradable a lomos de la cual hay que subirse a los aviones, presentaba un lleno total. Cinco vuelos llegaban a la vez y otros tres estaban para salir. Como si hubieran dado el pistoletazo de salida a las rebajas aeronáuticas o algo así. Mientras esperaba delante de la puerta de llegadas realicé el típico análisis discreto de la gente que esperaba y de aquellos a los que iban saludando. Aparecieron un chico alto rapado al cero con perilla y su novia y un señor de cierta edad se echó en los brazos de él y lo abrazó con intensidad. La chica sonreía con timidez mientras el chico tenía la típica cara de "ésto va en serio?". El hombre mayor se secó una lágrima imaginaria. Llegaron dos tipos altos con trajes caros y aspecto de estar cuestionándose el porqué de haber llegado a Vigo. Nadie los esperaba y, por tanto, nos miraron a los que sí esperábamos a alguien con cierto resentimiento. Llegó un chico de unos dieciseis años y un grupo se abalanzó sobre él. Todos querían abrazarlo, en especial una mujer, que, tras tocarlo, lloraba desconsolada. Los abrazos duraron un buen rato. El chaval, con cara de circunstancias, sonreía a todos. Me cayó bien. Llegó un grupo de veinteañeros de esos que parecen hacer cola para los castings de factor-x u operación triunfo. Sonreían y miraban alrededor con aire divertido. Una pareja de mediana edad se acercó y ambos, marido y mujer, abrazaron con vigor a uno de ellos. El chico miraba para sus acompañantes. Sus sonrisas no eran maliciosas, ni siquiera irónicas, eran un especie de intercambio de pequeñas extrañezas. LLegó una pareja con un par de niños y hubo una leve avalancha humana. Otro intercambio apasionado de abrazos agotando todas las combinaciones posibles: primo-primo, tío-sobrino, hermano-hermana. Una eternidad. Finalmente llegaron mis suegros. Le dí la mano a él y dos besos a ella. Mientras acercábamos las maletas al automóvil me contaron que el avión se había retrasado por un incidente previo a la salida del que no tenía ni idea. El piloto les dio mil explicaciones un millón de veces. Acostumbrados a no tener nunca ni idea de lo que pasa cuando vuelan, tanta explicación les dio muy mala espina. Me dijeron que al llegar suspiraron de alivio. La gente que estaba a mi alrededor, en efecto, tenía cara de venir de un gigantesco suspiro colectivo.

(Mientras, en un aparte del aeropuerto, un grupo de gente despedía estruendosamente al nadador paralímpico Chano Rodríguez que se iba a China. Había una cámara de television y un periodista. Cada vez que hacían una toma, el grupo montaba un escándalo considerable. Estuvieron despidiéndolo una media hora, con ráfagas intermitentes de entusiasmo que sonaban raras entre las maletas perdidas y los abrazos algo exagerados.)

24 de ago. de 2008

este año, el verano
De pronto ya casi es septiembre. Si lo pienso más de un minuto puedo amargarme con violencia. Con la sensación de haber vivido en una especie de continuo deportivo-temporal (roland garros-eurocopa-tour de francia-wimbledon-olimpiadas) en el que se hubieran abolido las categorías de pasado y futuro, de golpe me hallo a las puertas del Otoño como un perro abandonado por sus dueños a punto de empezar el verano. Pues bien. Mientras colgaba la ropa mojada de la última colada y su olor me devolvía a otras coladas de este Verano, he detectado variaciones importantes en las fragancias circundantes. Para mi nariz, el verano se ha eclipsado violentamente, y, como es sabido, ello significa que realmente el cambio de escenario está ahí. Preparémonos pues. Recojamos las toallas que aún están sin secar, saludemos a los jerseys y a las chaquetas de punto (ya tengo una edad), despidamos con tristeza las últimas arenas de la playa a la que apenas hemos ido que estaban en nuestras zapatillas de deportes y prepáremonos para encarar el Otoño que se avecina, como siempre, ligeramente gris, cargado de pequeñas oscuridades y de presentimientos y tristezas microscópicas que no debemos dejar crecer. Por nuestro bien.



20 de ago. de 2008

volviendo de hacer el turista
Estuve en Venecia unos días. La ciudad es un catálogo de tópicos de dimensión tal capaz de agotar cualquier listado de adjetivos cursis. Sin embargo, mi diminuta experiencia turisteril me ha enseñado que bajo los tópicos se oculta siempre algo que, pese a las postales y a los souvenirs y a los recuerdos vergonzantes, resulta ser profundamente verdadero. Una especie de corazón doliente sepultado por toneladas de esa grasa especial que generan los seres humanos cuando quieren hacer negocio a partir de, pongamos, una casa, una ciudad, un paisaje o, yo que sé, la ventana a través de la cual Canaletto veía los paisajes venecianos. Pese a ese recubrimiento pestilente derivado del afán de sacar dinero como sea, las cosas tópicas -e, insisto, Venecia es algo así como el Ikea de los tópicos turísticos- guardan un algo profundamente auténtico que merece el tiempo, las ganas y el esfuerzo dedicado a encontrarlo. Una ciudad surcada de canales orillados por palacios de hace quinientos años, envuelta en una atmósfera de permanente folletín romántico (Lord Byron, en sus tiempos, entre otras cosas, nadaba completo el gran canal) y sumergida en esa luz mediterránea que estimula con vigor algunas glándulas desconocidas dentro del cerebro relacionadas con la necesidad urgente de disfrutar cada hora del día, es la clase de lugar al que uno llega pensando que es simplemente la disneylandia de los palacetes renacentistas y del que uno sale sin saber que pensar, saturado en el nivel sensible y desarbolado en el de las opiniones y los juicios sumarísimos.

Venecia me ha fascinado mucho más allá de lo que mi espíritu turístico de masas podría esperar. Hay algo tópico en mi propia fascinación y, por lo tanto, hasta donde soy capaz de entender, ese algo es real y está relacionado con algún tipo de emoción intermedia situada entre los instintos básicos y el placer estético. Es esa clase de fascinación vinculada a la necesidad de comprender las cosas incomprensibles.

[Nota mental nº 1: volver puede estar bien]

7 de ago. de 2008

nosotros somos el espectáculo
Estoy en Verona. El calor es soportable, la ciudad tiene las dimensiones adecuadas para ser abarcada superficialmente en un par de horas andando. Supongo que dos horas y media pateando es el límite entre una ciudad recorrible, y, por lo tanto casi real, y otra no recorrible, y, por lo tanto candidata clara a habitante de la frontera con la irrealidad. Conozco muchas ciudades, en ese sentido, tan irreales que me sigo asombrando de que estén en su sitio cuando vuelvo a ellas. Otras, en teoría pequeñas, como aquella en la que vivo, permanece en un estado superpuesto de realidad e irrealidad que, supongo, la vuelve virtualmente incomprensible para un turista medio como yo. En Verona, miles de turistas disfrutamos de las pequeñeces grandiosas que hacen disfrutable una visita así. Una callejuela sobresaturada de capas de óxido en sus paredes y balcones al borde de la descomposición en la que en el siglo XVIII comenzó el alzamiento contra los franceses y los dálmatas (fascinante nacionalidad, yo pagaría por ser dálmata, guau), una plaza microscópica con una cafetería situada justo en el cuarto de su superficie en sombra, un puente renacentista con sobredosis de épica derribado por los nazis en su huida de Italia y reconstruído con las piedras recogidas una a una del río o un restaurante ocupando una callejuela completa presto para ser asaltado por turistas famélicos desesperados por sentarse a la sombra ante un plato de pasta supuestamente casera. Sin embargo, como en cualquier otro destino turístico del planeta -y ya casi todos sus lugares lo son- el espectáculo más fascinante, aquello que realmente hay que ver, somos los propios visitantes. En la inmensa Piazza Bra, algunas decenas de miles hacen cola para entrar al anfiteatro romano que se mantiene en pie como si lo hubieran levantado en plena burbuja inmobiliaria, otros cientos de miles toman millones de imágenes armados de cámaras compactas, cámaras réflex digitales, cámaras de vídeo de todo tipo y teléfonos móviles de antepenúltima y penúltima generación y algunos miles de millones, sentados en alguna de las cafeterías que proporcionan a)sombra, b)bebida y c)comida observamos con fingida ausencia de placer el espectáculo inmenso de nuestro espíritu colectivo destilado y puesto en escena (casi) completamente gratis: mirar, mirar, mirar. Para luego, como quien no quiere la cosa, casi con calculado desapego, dejándolo caer con una elaborada naturalidad ensayada sin descanso todos los días del viaje, poder decir, ah sí, yo estuve allí, no estaba mal, bah.

6 de ago. de 2008

un fragmento de una europa inquietante
Entramos en Brescia el primer lunes de agosto, sobre las cuatro de la tarde. Las calles de la ciudad estaban vacías de manera absoluta, apenas dos o tres coches recorrían las calzadas de la ciudad. Ningún peatón en casi veinte minutos de recorrido. Cada esquina, un par de cámaras de vigilancia. Teníamos puesta RAI1 y hablaban de que Berlusconi había desplegado al ejército en varias ciudades del país por el asunto de los gitanos rumanos. El ejército, pensé, y las dos palabras me sonaron a muelas intentando mascar piedras en la boca. Mientras la radio escupía entrevistas en la calle a personas que opinaban sobre la medida -parece el Chile de Pinochet, dijo alguien con quién de golpe me unió una intensa corriente de simpatía- , nosotros recorríamos la ciudad en busca de nuestro hotel. Volví a entregarme a la observación de las calles. Tantas cámaras y tan poca gente a vigilar. La paranoia sin objeto, el artefacto de vigilancia retratando al vigilante, todas las calles convertidas en pasillos de una cárcel imaginaria. Más tarde, tras instalarnos y descansar un rato en espera de temperaturas algo más humanas, salimos a recorrer Brescia. En la plaza de la catedral vimos indicios de vida, corrillos de hindúes, paquistaníes y bangladeshíes (digo yo) que se juntaban en las escaleras y los bancos mientras miraban para los cuatro turistas que nos sentábamos a tomar un helado sin terminar de creernos semejante desolación. Después de cenar, un grupo numeroso de pijos italianos que parecían médicos o abogados o algo por el estilo se pusieron a cantar, en la terraza del restaurante donde estaban cenando, canciones de los beatles y de domenico modugno mientras uno de ellos tocaba la guitarra. La plaza hacía de caja de resonancia y la voz de una de las mujeres que cantaban sonaba con una elegante claridad sobre todas las demás. Pensé para mí en un lamento fúnebre al ritmo del yellow submarine. Al llegar al hotel me pregunté porqué algunas ciudades europeas parecen pensadas para ser habitadas por los muertos. Hacía calor y después dormí mal.