Soy fiel seguidor de las novelas de Palahniuk desde que hace algo menos de ocho años cayó en mis manos la edición en español de el club de la lucha (en Muchnik editores). Desde entonces y hasta hoy me he ido leyendo, más o menos puntualmente según iban siendo publicados, todos sus libros. Su estilo inconfundible en el que a golpe de frases sentenciosas se van desarrollando argumentos extraídos de alguna escombrera de restos de guiones de la series Z de los años cincuenta, mientras van cayendo como una lluvia persistente reflexiones hirientes sobre las costumbres de la sociedad del hiperconsumo, da lugar a un tipo de literatura que resulta difícil de clasificar y que molesta/aburre por igual a los amantes de los best sellers, a los puristas de la "alta literatura", a los lectores de escritores que escriben en suplementos semanales y, en general, creo, a casi todos aquellos que se precian de tener un gusto propio y/o un criterio personal, mientras que a ciertos desnortados como yo les resulta ciertamente divertido en sus peores momentos -que tiene bastantes- y realmente glorioso en los mejores -que son unos cuantos.
Todo este rollo inicial viene a cuento de que este último libro entra de cabeza en la categoría de "flojitos". Si bien los personajes-tipo palahniukianos están ahí -esos seres que buscan rasgar el velo de la realidad para tocar lo real en cualquiera de sus manifestaciones orgánicas- y las tramas y subtramas delirantes son fieles al estilo habitual, la novela se estrella brutalmente al pretender ser un caleidoscopio de voces que cuentan cada una un fragmento de una historia más amplia. Dominar varias voces simultáneamente para construir sobre ellas una narración coherente que se eleve sobre todas ellas para dar lugar a un magma fluido que esté vivo, un ente orgánico que palpite y que nos absorba con su verosimilitud, no es una tarea al alcance de cualquier escritor. Todas las voces que pasean por este libro se parecen sospechosamente entre sí. Más que crear una constelación creíble de personajes con identidades propias, Palahniuk fabrica unos cuantos guiñoles y se dedica a hacer de ventrílocuo malo, de esos que vemos como mueve los labios exageradamente mientras pone voces que se parecen en exceso a la suya propia.
Aún así, pese a estrellarse contra las exigencias de su propia ambición, pese a no cumplir con las expectativas que genera la propia estructura de la novela, los muy fans perdonamos casi todo en nuestra deriva literaria personal, y, tras pasar la última página del libro, sólo tenemos un pensamiento, "vale Chuck, la siguiente ¿para cuándo?".
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