fragmentos de memoria
Volvíamos de Santiago de madrugada. La autopista, esa lengua negra que discurre entre un cerco de estrellas, nos miraba, me miraba, como inquiriéndonos, que hacéis a estas horas por aquí, que os lleva, hacia donde. Muchas preguntas para alguien que tiene un volante entre las manos, y sin embargo. Al calor de la conversación que tenía lugar a mi lado y con la mirada centrada en las líneas blancas discontinuas enviándome un extraño mensaje en un código Morse sin puntos, me dejé ir por entre los fragmentos de la conversación ajena y las hipnóticas señales luminosas que caían sobre mí de manera repetitiva. El trazo de las líneas me llevó hasta la escuela en la que aprendí a leer y a escribir. Pasamos de puntillas sobre cosas así, pero su carácter fundacional debería hacernos repasar con más frecuencia la vivencia de esos momentos. En mi almacén de recuerdos estaba dibujada con precisión la línea del paisaje que componían los columpios del patio. La fachada del edificio principal. La cara del director, un sacerdote violento y baboso que pasaba del amor al odio con facilidad y que producía un terror sobrenatural sobre los niños. Los momentos en los que descifré por vez primera una línea completa o escribí yo solo mi primera palabra, sin embargo, resultaron inalcanzables para mí. Como si hubieran naufragado y permanecieran en islas que se hallaran fuera de todos los mapas. La idea de no recordar ambos momentos cero me agobió intensamente. Experimenté una poderosa sensación de pérdida mientras el coche se deslizaba con suavidad por la autopista. Imágenes vagas de cuadernos de lectura y escritura me salpicaban, vívidas como los reflectantes de los quitamiedos. Sin embargo, por mucho empeño que puse, no logré mi objetivo. Pensé que cambiaría gustoso los recuerdos de miles de días cargados de una espesa inanidad por esos dos chispazos en los que reconozco algo así como una segunda y tercera parte de mi nacimiento. Pero la memoria, como una marea ciega e inhumana, sólo me devolvía restos ininteligibles, fragmentos de acontecimientos que, descontextualizados por completo, me hablaban de alguien totalmente desconocido para mí. A la altura del puente de Rande, con la ciudad encendida como una feria gigantesca, intenté comprender porqué casi todas las cosas fundamentales de nuestra vida pasan desapercibidas en el momento mismo en el que ocurren, y, sobre todo, qué mecanismo terrible nos prohibe tener acceso a su huella precisamente cuando somos conscientes de su importancia. Entrando en casa pensé, el montante del olvido, el peso de los recuerdos prescindibles, el impacto de los acontecimientos. Fin del viaje.
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