25 de abr. de 2007

lecciones de historia
Ayer estuve con mis alumnos de 4º de ESO de visita a la isla de San Simón -en el fondo de la ría de Vigo- en una visita organizada por la Consellería de Cultura de la Xunta de Galicia. Un brevísimo paseo en barco -apenas cinco minutos- en un día tan plomizo que invitaba a los pensamientos de la peor especie en medio de un paisaje de folletín decimonónico. La historia de la isla, de sus construcciones, de las vidas de sus moradores temporales gravitaba sobre las piedras con una intensidad exagerada, casi asfixiante. Durante los años 1936-1943 sirvió de campo de concentración para los perdedores de la guerra. Hacinados y sin apenas comida, convertidos en desechos y privados de cualquier clase de derecho o de respeto a su dignidad -el guía comparó la isla con Guantánamo- los presos de San Simón fueron tratados como escoria por los vencedores de la contienda. Ejecuciones sumarísimas, tratos vejatorios, torturas y epidemias de toda clase fueron arrasando con la población reclusa a intervalos irregulares. Después de 1943 la isla se reconvirtió en centro de veraneo para los jerarcas del Movimiento Nacional. Un extraño golpe del destino liquidó este uso cuando, sobre el año 1946, en un ridículo naufragio, murieron varias decenas de los "selectos" ocupantes veraniegos. Posteriormente transformada en escuela para huérfanos de marineros, en la década de los sesenta se clausuró definitivamente y se dejó que el tiempo arruinase las construcciones hasta que en 1998 la Xunta de Galicia decidió recuperarla para uso público: actos culturales, entregas de premios literarios, visitas guiadas para escolares o grupos que lo soliciten, etc etc.




Frente a uno de los muros en los que se fusilaba sin contemplaciones a los reclusos, envuelto en la humedad penetrante de la ría, rodeado por el viento del Atlántico que se retorcía sobre las ramas de los árboles, sentí la historia como una punzada en el costado, como un dolor que estuviera ahí desde hace mucho tiempo y del que sólo ahora soy consciente. Sentí que el paso del tiempo puede convertir una simple colección de piedras en un recordatorio de todo lo que es infame e insoportable, de todo aquello que conviene no perder de vista porque acecha constantemente la fragilidad del presente y el equilibrio de las líneas de fuerza que lo constituyen. Sentí una insignificancia de orden casi metafísico, una soledad que tiene que ver con la inmensidad del océano y una tristeza que está ahí, esperando por nosotros, entre ruinas y árboles caídos y olas que rompen mil veces contra las mismas rocas desgastadas.

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