retro-algo
Ayer estuve en Santiago d.C. fugazmente. Orballaba con delicadeza y las calles estaban tomadas por una turba que esperaba ver un desfile de camiones tuneados desde los que disparaban caramelos a la cabeza de la gente. Luego me enteré de que era la cabalgata de reyes, espectáculo indescriptible que, pese a todo, goza de una salud a prueba de bomba. Me acerqué al callejón de entrerúas y tuve una revelación, el centro de Santiago se encuentra justo ahí. En esa calle por la que apenas pasa una persona, en ese pasadizo que parece la puerta a otra dimensión, late con fuerza el corazón secreto de la ciudad. Fue un momento epifánico, envuelto en un penetrante olor a fritura de calamares y una soledad que se me antojó levemente cósmica. Luego coincidí otra vez con la cabalgata, pero un par de codazos dados con precisión me permitieron liberar espacio a mi alrededor. Acabé sentado en una delirante cafetería de la zona nueva, abarrotada de gente, haciendo tiempo mientras leía una revista. El camarero se me acercó y me dijo, ¿te importa que dos chicas guapísimas se sienten en tu mesa? Asentí y miré con curiosidad para las dos señoras que, copa en mano, me agradecían el caballeroso gesto. A los cinco minutos me marché, derrotado por el volumen de una conversación deliciosamente banal. Salí a la calle y seguía orballando. En medio del estruendo post-cabalgata, aún podía escuchar los latidos del corazón secreto de la ciudad, el código Morse de los afligidos, las transmisiones secretas del club mundial de los insatisfechos y los desesperados y los holgazanes que van a la deriva. Luego me fui. No hacía frío y eso era bastante raro.
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