27 de mar. de 2006

los hay que aún no se han enterado
Me levanté por la mañana. El despertador marcaba las ocho y cuarto. Mi cuerpo estaba en profundo desacuerdo con ese dato empírico. Su experiencia le decía "es mentira, ese artefacto ingenioso que mantiene el mundo funcionando regularmente se está inventando sesenta minutos más o menos". Entré en el baño y me miré al espejo. La cara que allí encontré tenía unas ojeras más violáceas y profundas de lo habitual. No eran mis ojeras habituales de las ocho y veinte, sino las poco frecuentes de las siete y veinte, esas que me saludan cuando tengo que coger -raramente- un avión o salir muy temprano de excursión en autobús con mis alumnos. En la ducha, el agua de las ocho y media, también adelantada, sonaba antes de llegar al suelo, aunque eso creo que lo soñé. En la cocina, el verde de la hora en el microondas llevaba el paso cambiado y dibujaba sobre la penumbra un resplandor difuso pero exacto: las ocho menos veinte. La lógica de mi cuerpo dictaba una cascada de instrucciones no obedecidas: posición horizontal, ojos cerrados, cuerpo encogido en posición fetal, última fase del sueño, el calor remanente de las sábanas envolviéndolo como papel de regalo. En vez de eso, posición vertical, ojos entreabiertos, cuerpo estirado aunque ligeramente encorvado sobre la taza del desayuno, pimeros momentos del despertar, el frescor de la estancia en los instantes inciales en los que el temporizador de la calefacción activa el mecanismo interno que transforma una casa en un hogar. Al salir, algo atontado todavía, sentí la mañana como algo demasiado oscuro para ser cierto. Como una mala noticia que llegara demasiado pronto.

Después me recuperé, claro, pero ya era demasiado tarde.

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