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la imposibilidad de una ciudad
La ciudad en la que vivo es, habitualmente, fea, ruidosa, caótica, nerviosa y con frecuencia algo desquiciante. De un tiempo a esta parte, nuestra alcaldesa se ha empeñado en convertirla además en un símbolo de sus propios complejos, en una franquicia de un determinado gusto que combina lo peor del estilo "gente bien" clásico con ciertos toques de supuesta "modernidad". Después de llenar la ciudad de un tropel de plantas y flores sin orden ni concierto y de rematar las tareas de peatonalización iniciadas por el gobierno anterior incluyendo maceteros, recercados, peanas, palmeras y mobiliario urbano del estilo "poner-los-pelos-de-punta", ha encontrado en la Navidad la excusa perfecta para convertir las calles en un delirio que da cuenta, fundamentalmente, de sus taras mentales y, sospecho, de sus traumas de infancia. A las chorradas luminosas de años anteriores (velas, botas, estrellas, abetos) ha añadido un catálogo de majaderías que no tiene desperdicio: renos, trineos, muñecos de nieve, palmeras fluorescentes, mantos luminosos por doquier y, por supuesto, esa manía que heredan unos alcaldes de otros: poner música a todo volumen en las calles consideradas de primera división (en el extrarradio nos salvamos). El resultado es que si uno se da una vuelta corre el riesgo de cogerse un cabreo de esos que conducen a cometer una barbaridad (hace dos días la policía detuvo a tres chicos por robar uno de los renos navideños) o a ponerse malo como consecuencia de la transformación de la propia sange en vinagre.

(En breve, un par de fotos del desaguisado)

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