Hoy por la mañana, en el patio del colegio, con el cielo completamente despejado y salpicado a ratos por la estela de algún avión que despegaba del aeropuerto, un bullicioso enjambre de niños y adultos observamos -con la preceptiva protección de gafas de soldador del 14 o filtros solares homologados- como el disco lunar se interponía entre la tierra y el sol, consiguiendo el efecto mágico de teñir de gris la luz brillante de las once de la mañana y rebajar en unos cuantos grados la temperatura del patio.
Sumergido en un barullo a la vez mezcla de excitación y reverencia, observando los discos multiplicados del sol y la luna entre las sombras de las hojas de los árboles, atento a toda aquella marabunta emocionada, me vino a la cabeza una frase que he oído recientemente en un anuncio televisivo (ni siquiera recuerdo de qué): la
Tras el alejamiento definitivo de la luna, mientras todo el mundo volvía a sus aulas a continuar con la rutina escolar, fui consciente del sabor de boca que me dejó la experiencia.
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