6 de out. de 2005

david sedaris, un vestido de domingo
Hace un par de días comencé a leer este libro con cierto escepticismo (una unanimidad sospechosa con respecto a su calidad en varios medios diametralmente opuestos). La opinión de mi librera de guardia me quitó las dudas: "léelo: ya". Y la verdad es que de momento no tengo queja. El retrato más corrosivo y despiadado que he leído en bastante tiempo sobre la típica familia de clase media americana ligeramente disfuncional, desde la óptica de un adolescente gordito, homosexual, lúcido, cabroncete y consciente de las múltiples rarezas de su familia y de la atrofiada vida en sociedad que emana desde los suburbios norteamericanos donde residen sus alienadas clases medias (ojo, igual de alienadas que las del resto del planeta, y en ese lote me incluyo).
Se lee con esa sonrisa de medio lado que produce la crueldad inteligente, esa que saca a la luz el lado malo de las personas y retrata con brillantez todos esos rasgos que creemos exclusivos de los otros pero que forman parte indisoluble de nuestras propias personalidades: la estupidez, la mezquindad, el egoísmo, el miedo a parecer diferente, la necesidad de adaptarse al ambiente para sobrevivir y la tendencia a ensañarse con los débiles, a ser servil con los poderosos y a no pensar en otra cosa que en uno mismo.





[Tras hablar de comprar un casa en la playa, el protagonista -el propio Sedaris-, al ver la alegría de sus padres hace estas reflexiones]
Se le acercó por detrás y le pellizcó el culo. Ella se rió y le pegó con una toalla, y los demás presenciamos lo que más tarde aprenderíamos a reconocer como el poder rejuvenecedor de las compras inmobiliarias. Es el recurso del que echan mano las parejas afortunadas cuando su vida sexual se ha esfumado y son demasiado compasivos para tener una aventura. Un segundo coche acerca a la gente durante un par de semanas, pero un segundo hogar puede revitalizar un matrimonio durante nueve meses a partir de la firma de la escritura.

[A propósito de unos vecinos que no tenían televisión]
Decir que no creías en la televisión no era lo mismo que decir que te importaba un bledo. Esa creencia implicaba que detrás de la televisión se ocultaba un plan maestro al que te oponías. También sugería que pensabas demasiado. Cuando mi madre transmitió que el señor Tomkey no creía en la televisión, mi padre dijo: "Vale, pues qué bien. Por lo que sé, tampoco yo."
-Esa es exactamente mi opinión- dijo mi madre, y luego ambos se tragaron las noticias y todo lo que echaron después.

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