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días verdaderos
Vuelvo de la excursión de fin de curso con mis alumnos de 4º de ESO. Un año más, estancia en dos templos del turismo de sol playa y sangría como bases para visitar Barcelona; un año más, noches de calor asfixiante, días sin dormir, carreras por los pasillos de los hoteles, las inevitables primeras borracheras, los dramas adolescentes acerca del amor y la amistad, y la extraña sensación de descubrirme envidiando, un año más, todos los rituales primerizos, la torpeza, la ansiedad y el temblor secreto con el que uno lucha durante tanto tiempo. La vuelta a casa, en el bus, un momento de emotividad hiperconcentrada en el que las lágrimas parecen una prolongación líquida de la personalidad, los abrazos, el gesto en el que se adivina el impulso de detener el tiempo y cristalizar en un instante varios años de amistad; de fondo, el primer atisbo de la devastación silenciosa que traerá el paso del tiempo, el sabor amargo de los caminos que se bifurcan y la sensación epifánica de estar viviendo un momento decisivo en la propia vida.

Lo veo todo desde la barrera de mis años. Me protejo con la máscara de la ironía o del sarcasmo más hijoputa posible. Y, sin embargo, no consigo escapar de la onda de choque de todas esas emociones amplificadas hasta el paroxismo. Abrazos altamente improbables de gente con la que he peleado dos años, miradas acuosas de alumnos a los que admiro profundamente, el aura magnífica de la edad en la que uno cree que los amigos son para siempre, el amor algo por lo que incendiar la propia existencia, y la vida el fragmento de eternidad que nos corresponde por derecho.

A solas, pese a todas mis protecciones, lloro un poco. Por ellos. Por mí.

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