26 de maio de 2005

un museo transportable de la condición humana
Debido a un par de averías que auguran un final precipitado para mi querido coche, ando desde hace unos días des-automovilizado. Ésto me ha obligado a volver a utilizar con asiduidad el autobús urbano (conocido en Vigo por Vitrasa, Viguesa de transportes S.A.). El cambio más profundo lo he experimentando en lo que respecta a los tiempos con los que vengo haciendo las cosas. El coche te da esos quince minutos extras para alargar todo lo posible la actividad o inactividad que estés poniendo en práctica. El bus te obliga a cumplir a rajatabla con los horarios, bajo la amenaza de quedarte en la parada esperando gratuitamente media hora (algo que es habitual en mí). Esas medias horas en las que me quedo a solas en las marquesinas de los vitrasas son asombrosamente lentas. Me quedo mirando fijamente para la nada que habita en las fachadas de todos los edificios de enfrente de las paradas de la calle Urzáiz mientras le doy vueltas a miles de cosas absurdas, en una especie de ensoñación urbana que transcurre entre el ruido del tráfico, los humos de los vehículos, las prisas de la gente.

El autobús es una muestra sorpendente de la variedad racial que está empezando a adquirir esta ciudad. Sudamericanos, africanos, orientales y mucha gente del rururbano vigués son los principales habitantes de la línea 9A. Hace un par de días, a mi lado, tres argentinas -creo, aunque no pondría la mano en el fuego- de edad indefinida subían al aeropuerto, hablando en voz baja, educadas y discretas, mientras todo el autobús escuchaba una discusión a grito pelado entre dos nativos poco civilizados. Enfrente, una marroquí con una discreta pañoleta absorta en sí misma, y dos adolescentes evadidos de la realidad gracias a sus reproductores de mp3. Un mundo dentro del mundo.

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