mantra
Empezaré diciendo que entonces éramos otros. Entonces éramos diferentes, no por una cuestión de edad y de tamaño y de ideas, sino porque los que habitan ese efímero planeta de la Nebulosa de Nunca Jamás conocido como Infancia (la única patria posible y, al mismo tiempo, un lugar cuyos habitantes se extinguen enseguida, un sitio que desaparece para uno para así poder ser poblado una y otra vez por otros, por los que siempre vienen detrás, como ocurría con ciertas ciudades aztecas súbitamente abandonadas) son siempre animales extraños, criaturas que nunca se quedan quietas a la hora de ser capturadas y clasificadas para el bestiario de turno. Seres completamente distintos a los que llegan a convertirse, porque, entonces, sorpresivamente duros y fuertes -porque es durante la infancia cuando, contrario a todo lo que suele creerse, somos más poderosos y resistentes a todo-, no sospechan que con el tiempo se irán ablandando, volviéndose más temerosos y frágiles. Caemos de árboles, dormimos en el suelo, sangramos poco, cicatrizamos rápido, nos revolcamos felices en nuestra propia mierda, lloramos de risa, las enfermedades apenas se detienen en nuestro cuerpo a beber un cocktail febril y siguen su camino, nos encanta cumplir años porque ese día confirma la brevedad de lo que ha sido y el infinito de lo que será y todavía está tan lejos esa primera noche en que, por pimera vez, dejamos de pensar en el futuro para refugiarnos en una imprecisa revisitación de nuestro pasado. Cuando somos nuevos no envejecemos: crecemos.
(es rodrigo fresán -concretamente el fresán del año 2001-, el hombre que está obligado a curar nuestro desconsuelo por la pérdida de roberto bolaño)
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