22 de nov. de 2004

primavera, verano, otoño, invierno y primavera
el domingo por la tarde, tras un paseo por la playa del bao y por la parte pública de la isla de toralla, me fui al cine a ver la película del coreano kim ki-duk:


lo primero que merece la pena destacar es la calidad visual del filme: la acción transcurre en un pequeño templo taoísta situado sobre un lago en el fondo de una garganta en la cual no hay rastro de presencia humana alguna, todo es naturaleza majestuosa, apabullante y terrible de tan hermosa;

el título alude al transcurso a lo largo de cinco episodios de la relación entre un monje maestro y su alumno: primavera-infancia, verano-adolescencia, otoño-juventud, invierno-madurez, y vuelta a empezar con otros personajes, conviertiendo al paso del tiempo en una espiral que repite motivos pero cambia personajes en su devenir;

la película pretende ser una parábola sobre la condición humana, y, quizás, su visión extremadamente simple sobre ésta lastra lamentablemente su desarrollo; la tesis central: el deseo es fuente de problemas y hay que aprender a vivir, bien teniéndolo bajo control, bien cargando siempre con las consecuencias de su intromisión en nuestras vidas, da lugar a unas situaciones demasiado predecibles y a unos personajes demasiado arquetípicos que parecen dejar fuera de la historia todo el complejo entramado de relaciones que en la realidad tejemos los humanos unos con otros y con nosotros mismos; este fallo no es menor: la película pretende extraer de una situación concreta -la relación maestro-discípulo a lo largo de las vidas de ambos- una ley general sobre la conducta humana; el resultado es un hermoso cuento de poderosísima estética (colores, texturas y formas dicen todo aquello que sus lacónicos protagonistas callan) pero de desarrollo extremadamente predecible en el cual el objeto de estudio -las paradojas de la propia existencia sometida a las leyes del deseo- se convierte en una pálida y acartonada parodia de la vida de verdad;

la película, pese a todo, contiene secuencias perturbadoras -unas por su crueldad, otras por su belleza y alguna más por ambas cosas a la vez-, se sigue con interés y destellos de emoción, y, sólo, llegando a su cantadísimo final, hace que uno se lamente de estar viendo una buena película cuando, si el director hubiera arriesgado algo más, podría estar presenciando un auténtico milagro cinematográfico;

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