24 de xul. de 2004

vida en la calle
volviendo de noche a casa por la calle pizarro vi a un grupo de adolescentes sentados en un muro de poca altura; en medio del calor veraniego saturado de humedad hablaban unos con otros, y, desde el centro de ese aparente desorden de voces se escuchaba claro y rotundo el sonido de la alegría serena que produce estar hablando con tus amigos en medio de la calle una noche de julio; una punzada: el recuerdo de cuando -hace ya casi 20 años- en medio de los días infinitos de los veranos adolescentes, volvía de la playa, y, llegando al portal de casa, me encontraba con algún amigo o compañero de instituto y nos quedábamos hablando allí delante, mientras, silenciosamente, aparecía más gente que se iba apuntando al corrillo (el cual, de manera misteriosa, iba creciendo lenta pero firmemente); pasaba el tiempo y de pronto alguien se acordaba de que era hora de cenar o algo por el estilo, el grupo se deshacía apresuradamente y cada uno desaparecía en dirección a casa de sus padres; había en aquellas conversaciones una naturalidad que añoro de manera exagerada: en comparación, comenzar hoy día una conversación en frío me cuesta horrores, siempre con la sensación de no tener nada intersante que decir agarrotándome con brutalidad, y pienso que, en realidad, en la adolescencia, al margen de fracturas personales más o menos graves, las cosas eran tan fáciles que uno podía permitirse un número infinito de lujos en lo que se refiere al uso del tiempo; de hecho, hacerse mayor, envejecer, cada vez lo veo más claramente como una pérdida de esa libertad en el disfrute de las horas: a día de hoy nunca dejo de notar como un rumor de fondo el zumbido que genera la angustia de querer disfrutar todo lo posible ese tiempo liberado de las necesidades urgentes del día a día;

ver aquel grupo de adolescentes también me hizo pensar en lo fácil que es, viviendo en una ciudad y teniendo entre catorce y dieciocho años, reunir espontáneamente alrededor de uno a un grupo de gente con la que, como mínimo, tienes garantizadas un par de horas de risas inesperadas; en mis circunstancias actuales -treinta y tres (casi cuatro) años, viviendo en una casa en las afueras de una ciudad, vigo, de tamaño medianillo, sin gente conocida en al menos un par de km a la redonda- tal posibilidad sencillamente no existe; supongo que en la pérdida de infinitos detalles insignificantes como ese uno reconoce el paso del tiempo sin tener que recurrir a calendarios o a un espejo

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