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una mentira pequeña
El domingo pasado vuelvo de Santiago a Vigo en tren. Hacía mil años y, la verdad, esperaba algo más tras tanto tiempo. Pero las inercias de la renfe (adif, creo que se llama ahora) igualan a las de la enseñanza. Un bocata cutre en el bar de la estación. Un periódico y una revista y un libro que traía conmigo. El paisaje se desliza lentamente tras las ventanas y me sumerjo en mis lecturas sin una sola pizca de nostalgia de otros viajes en otros tiempos, cuando cada trayecto en tren era una excusa para entregarse a una forma morbosa de melancolía de la que me he aburrido hace décadas. Absorbido por la lectura tardo un rato en entender que alguien se dirige a mí: tú, adonde vas, tú. Levanto la mirada, veo a un hombre fornido con una gorra raída y unas manos gigantescas y la cara muy colorada que me insiste tú, adonde vas, tú. Hago mis apuestas mentales y digo ehm... a Pontevedra. No me vales. Bien. Cambia de objetivo, se dirige a una chica sentada frente a él, tú, adonde vas, tú. A Vigo. Ah, me puedes despertar en Arcade. Sí. La chica vuelve a su lectura. Pasan los kilómetros, pasa la estación de Pontevedra. El hombre me mira indignado. Puedo oír sus pensamientos. Evito mirarle. El tren llega a Arcade. El hombre se levanta pesadamente, me mira un instante, pienso en sus manos, tan grandes. Se baja. El tren arranca y la silueta del hombre se desdibuja. Vuelvo a mi libro, pero ya no soy capaz de leer. Me pierdo en el paisaje que me observa desde fuera de la ventana. Se está bien.

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