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Este verano pasado estuvimos un par de semanas en Saint Tropez. Por las mañanas amanecían siempre unos días frescos que, a medida que avanzaban las horas, iban cogiendo temperatura progresivamente. Desayunábamos en una terraza pequeña en la que íbamos poniendo las cosas sobre la mesa hasta que no quedaba sitio para nada, momento en el cual deteníamos el proceso. Un espectáculo. Recuerdo en especial el café que utilizábamos, uno de esos nescafés instantáneos en sus variedades arábica y colombia que indefectiblemente generaban un debate sobre cual era mejor. Los desayunos se alargaban entre bostezos y gruñidos y risas, como algo que fluyera con mucha calma y sin preocupaciones. Después del viaje, los botes de café quedaron a medias y terminaron en mi casa. Algunos días en los que no me apetece poner la cafetera recurro a los instantáneos que volvieron de Saint Tropez. Y cuando abro el bote de arábica me pasa algo raro, estoy aquí en octubre y allí en Julio simultáneamente y por el suelo de mi cocina aparecen algunas hojas caídas de las plantas que rodeaban nuestra terraza y el aire otoñal que entra por la ventana que da a la avenida del aeropuerto se revuelve con las fragancias mediterráneas del sur de Francia y en los segundos que dura la ilusión olfativa que posibilita este entrecruzamiento del espacio-tiempo soy consciente de algo que después, al cerrar el bote de café, se desvanece con violencia mientras vuelvo al tedio del aquí y ahora. Y entonces digo, qué fue éso. Qué. Qué.

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