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El otro día, sin saber porqué, me acordé de un blog llamado punto de giro. El autor, bajo el seudónimo de Cat Morgan, escribía pequeñas crónicas sobre lo cotidiano con una elegancia poco frecuente. En sus últimos posts, albergado en un apartahotel por cuenta de su empresa, dejaba constancia de algo que le había ocurrido en un párrafo que se balanceaba entre el enigma y la transparencia absoluta: "desde que pasó lo que pasó me he vuelto más esencialista... demasiado... tanto que ya me dan igual la mayoría de las cosas y he decidido no sufrir, y no dejar que lo hagan los que tengo cerca, si no es estrictamente necesario". Un poco como el turista accidental, otro poco como un personaje dondelilleano, Cat Morgan cerró su blog en abril de 2006. Repasando sus posts (¿por qué 2006 me parece ya el pasado remoto?!) me encontré con uno que era una cita del dramaturgo y guionista inglés John Bolt:

Si la violencia es lo que cuenta, entonces no tengo fuerzas para vivir en un mundo así.

Intrigado, busqué por Internet quien era este Robert Bolt. Vaya. El guionista de Lawrence Arabia, Doctor Zhivago, Un hombre para la eternidad, La hija de Ryan, Motín a Bordo y La Misión. La frase es de La Misión.

Yo creo que tampoco tengo fuerzas.
don delillo, el hombre del salto




Tras el atentado del 11-S un hombre sale envuelto en sangre y cenizas de entre la nube de polvo levantada por la Torre Sur en su caída. Lleva un maletín en la mano que no le pertenece. Aturdido, desorientado, en shock, se dirige a la casa de su ex-mujer, donde se instala silenciosamente. Paralelamente, una especie de funambulista callejero desarrolla en los días posteriores al atentado un extraño número circense: atado a un arnés se deja caer en medio de las calles, quedando colgado a pocos metros del suelo en la posición que hizo famosa la fotografía de un hombre cayendo de una de las torres gemelas. Sobre las dos imágenes pivota toda la historia de esta novela: la del superviviente al que ya no le queda nada que vivir, la del artista que sólo es capaz de imitar el gesto de extraña serenidad de una persona desplomándose desde 400 metros de altura. El primero vive con extrañeza absoluta el haber sobrevivido a la experiencia. Su existencia se ha vaciado tan completamente que termina instalándose en un estado a medio camino entre la vida y la muerte. A su alrededor, las cosas tratan de volver a su sitio a sabiendas de que es imposible. El segundo aparece en varias ocasiones en medio de la narración, a modo de recordatorio permanente de lo ocurrido, como la imagen inversa de un flash que queda en la retina de forma persistente durante unos instantes interminables. Tras el apocalipsis, las vidas de los protagonistas quedan como puertas sacadas de quicio, atravesadas en un hueco que ya no cumple función alguna. El frío que desprenden impregna todas las páginas de la novela. Su desvalimiento y su soledad están contadas con una distancia que sólo las hace más dolorosas. El hombre del salto dibuja en el aire un signo de interrogación. Ahora qué. Qué. Qué.

- Hay cosas que comprendo
- Muy bien
- Comprendo que hay hombres que sólo están aquí a medias. No digamos hombres. Digamos gente. Gente que resulta más o menos oscura en ciertos momentos.
- Eso lo entiendes.
- Así se protegen, así mismos y a los demás. Eso lo comprendo. pero luego está lo otro y es la familia. Es ahí adonde voy, que tenemos que permanecer juntos, mantener la familia en funcionamiento. Sólo nosotros, los tres, a largo plazo, bajo el mismo techo, no todos los días del año ni todos los meses pero en la idea de que somos permanentes. En los tiempos que corren, la familia es necesaria. ¿No te parece? ¿Ser una unidad, permanecer juntos? Así es como logramos sobrevivir a las cosas que nos matan de miedo.
- Bien.
- Nos necesitamos el uno al otro. Sólo personas que comparten el aire, ya está.
- Bien- dijo él.
- Pero sé lo que está pasando. Vas a largarte. Estoy preparada para eso. Te quedarás fuera más tiempo, te largarás a algún sitio. Sé lo que quieres. No es exactamente un deseo de desaparecer. Es lo que conduce a ese deseo. Desaparecer es la consecuencia. O quizás el castigo.
- Sabes lo que quiero. Yo no lo sé. Tú lo sabes.
- Quieres matar a alguien- dijo ella.
La primera hora de la mañana es una pequeña explosión de frío en la cara, una bola de nieve imaginaria, sin nieve, que impregna el cuerpo de una sustancia pegajosa. La segunda hora de la mañana es una clase vacía y ligeramente tibia que sustituye el silencio por otra cosa algo mejor. La tercera hora de la mañana es un cansancio que asoma la nariz ligeramente y luego se retira con gesto amenazante. La cuarta hora de la mañana es el resto de una nube de café en la boca, los fragmentos de una conversación acelerada deshaciéndose alrededor como pequeños ladrillos de un edificio en demolición. La quinta hora de la mañana es un movimiento que da pereza realizar, una palabra que cuesta más de la cuenta decir, algunos gestos que han sido descartados por economía. La sexta hora de la mañana es una perspectiva de conjunto sobre lo hecho, una recapitulación de expresiones prescindibles, un vistazo sobre un montón de insignificancias dichas enfáticamente. La séptima hora de la mañana. Esa no está mal. Habitualmente es olor a comida en una calle entre aire frío y ruido de coches.
perder el tiempo
Viernes. Última hora de la mañana. Mis alumnos de 4º de ESO llegan tarde porque vienen de un examen de gallego. Con pocas ganas reparto unas hojas de ejercicios. Me siento, mi mesa está pegada a la primera fila. El grupo de delante me empieza a hablar del concurso del país de los estudiantes en el que ya estamos inmersos. Mientras media clase se pelea con los ejercicios, mi oído periférico detecta varias conversaciones en puntos diferentes de la clase. Nada que tenga que ver remotamente con la hoja de problemas. Sigo hablando con el grupo mientras el volumen de fondo crece lenta pero sostenidamente. Me enfrasco en un divertido diálogo sobre los medios de comunicación. Ninguno leía periódicos hasta el concurso, sus comentarios sobre la prensa escrita les vendrían muy bien a los directores de los medios que leemos cotidianamente. Absorbido por la conversación ya no atiendo al barullo que hay en el aula. Ni siquiera oímos la sirena que indica el fin de la mañana. Casi diez minutos tras ella, alguien dice, hostia que ya tocó el timbre, y salen en estampida. A mi alrededor queda un silencio. Uno de los gordos. Que chapucero.
evolución
Tengo reunión con algunos padres de mi tutoría. Es una rutina en mi trabajo que antes veía con cierta fatiga previa y que ahora disfruto moderadamente. Al dar clase es inevitable simpatizar con los adolescentes, incluso en sus peores momentos transmiten todo eso que uno echa de menos en su propia existencia. Digamos que desprenden de forma continua (y aunque no sean conscientes de ello) una pasión desmesurada por la vida, no en sus palabras sino en sus actos, no en lo que dicen o callan sino en las cosas que hacen y también en las que dejan de hacer. Pero a lo que iba. Anteriormente mi simpatía se extendía sobre la mayoría de mis alumnos, mientras que reservaba para sus padres una especie de atenta indiferencia educada. Mi manera gilipollas de creerme mejor o por encima de ellos, como si pudiera. Actualmente comparto simpatías casi a partes iguales. Hay algo conmovedor en ellos. Aparecen por la puerta a la hora prevista. Les cuento cómo están las cosas. Sus miradas traslucen todas las emociones posibles en pocos instantes. Pueden ser adultos desencantados con sus vidas, personas enfangadas en rutinas que ocultan por acumulación el absurdo de una existencia normal, incluso pueden aparentar cierto desprecio hacia el colegio, hacia mí, hacia sus propios hijos, pero detrás de todos ellos, cuando se habla de esos mismos hijos, late el corazón angustiado y orgulloso del adolescente que fueron, el mismo que trata de guiar, guardar y proteger al adolescente que ahora vive con ellos. Y en esa evidencia de que en su miedo y en su necesidad de protección no dejan de ser los adolescentes que fueron, en esa prueba radical de que no se han rendido todavía, hay un abismo luminoso al que me gusta asomarme.

[Escribió Goethe "es profesor el que, no sabiendo hacer una cosa, la enseña". Nunca creí encajar con tanta exactitud en una definición.]
mil años después




Hace 27 años de esta foto, hecha, como no, un lejano día de verano. Uno de los que está ahí soy yo. Uno de los que está a mi lado es mi amigo F. Es el día de su boda. Veo a casi todos los de la foto, me cuesta acercarme, saludar, ser natural. Hay muchas cosas que me gustaría decir y que sé que sonarían ridículas sólo después de la primera palabra. Estoy en la boda de F. y pienso en la foto constantemente. En lo que había ahí de los futuros nosotros. En comparación con esos veranos, los años que vendrían después serían casi ceniza. Mientras como, sostengo una conversación banal con mis compañeros de mesa, con la cabeza intentando casar las dos escenas sin conseguirlo. Todo me parece irreal. Estoy esperando a que alguien saque un balón de fútbol, a que quiten las mesas y emprendamos el penúltimo partido de fútbol, a diez goles, esperando a que se ponga el sol para salir corriendo tras el décimo gol y tirarnos de cabeza al mar, a disfrutar de la eternidad de los doce años. Sin embargo, nada de eso ocurre. Los postres, la música, gente bailando, yo bailando. A mi alrededor oigo las olas de los veranos de la infancia, oigo los gritos desde el campo de fútbol y no puedo creer que estemos donde estamos. Oigo a Carlos, a Santi, a Marcos, a Josiño, a Paco, a mi hermano y a mi hermana, a Javi, a Jose, a Pablo, a mis primos. Los oigo con la claridad terrible de los recuerdos perpetuos. Y, por encima de todas las voces, oigo a F., gritándome una vez más, joder, muévete, hostia. Nunca nadie me ha vuelto a decir algo tan hermoso. Gracias a todos. Gracias, F.
Las mañanas son fragmentos de qué
Desde el ventanal de mi clase se ve un trozo de monte. Básicamente un pinar alfombrado por helechos amarilleados por el Otoño. A veces, sobre las ramas de los pinos, hasta he visto ardillas deslizándose con ligereza y mirando hacia mi aula, un reflejo inesperado de la propia curiosidad. Hoy ha llovido con violencia sobre el colegio. Una cortina de agua barría el ventanal, el pinar y los helechos. Cuando paró me asomé discretamente y había como un resplandor dorado sobre el que parecía flotar un olor intenso a tierra húmeda. En el silencio de la última hora de la mañana, zizagueando entre el rasgueo de los bolígrafos sobre el papel, flotaban destellos de algo pequeño. Un grupo de adolescentes silenciosos. Una ventana abierta a la belleza funeraria del otoño. Dos más dos.
furia
De pronto, a la hora de comer, el diluvio universal, una borrasca rabiosa descargando un millón de litros por metro cuadrado. Era tan espectacular que incluso se nos congeló la comida en el tenedor en el instante anterior a su entrada en la boca. Mientras mirábamos fascinados desde el comedor del colegio el espectáculo, un grupo de chicos de 3º ajenos a la tromba siguió jugando al fútbol. Mientras corrían detrás de un balón que apenas veían, pensé en las veces en las que en mi adolescencia remota he jugado al fútbol con mis amigos bajo un chaparrón histórico. Lo más parecido a la épica que he podido saborear en primera persona: la camiseta chorreando, el pelo pegado al cuero cabelludo, los pies flotando dentro de las zapatillas deportivas, el sudor confundido con el agua de la lluvia. Antes de volver a la monotonía de mi plato dediqué una mirada última al patio: cinco figuras borrosas se deslizaban todavía detrás de una mancha casi invisible, incansables, poseídos por la gracia eterna de su adolescencia. Insumergibles, pensé, antes que otra cosa.
no es así
El sábado tuvimos una comida entre divertida y delirante, hablando de hiperconsumo, turbocapitalismo y frivolidades de todo pelaje. Tras ella, nos tiramos de cabeza a uno de esos gigantescos bazares al aire libre que abundan por el Norte portugués. Resistí valerosamente la tentación de todos esos productos que se te echan encima, la fiebre compradora apoderándose de todo el mundo -yo mismo, otras veces- la compulsión enloquecida del "mira que chulo por sólo cinco euros" y el ambiente entre orgiástico y catártico de las masas a la caza de la ganga. Puesto el sol y con considerable frío y humedad ambiental volvimos a casa recuperando cabos sueltos de la conversación de la comida: básicamente frivolidades enlazadas con flashes sobre fragmentos de párrafos de artículos leídos en internet o en sabe dios donde. Aproveché para darme cuenta de cuánto hemos cambiado hasta en la forma de dialogar. Nuestra modo de conversar se parece demasiado a cómo navegamos por internet. Cada palabra parece un enlace hacia varios cientos de hilos discursivos. Todo está sometido a una ironía exhaustiva que agota al que habla y al que escucha. Es difícil sostener más de cinco segundos de conversación sin un chiste de fondo que cambie el sentido de todo lo dicho, que redirija el foco de interés del que habla al que comenta. Y todo en una cadena en la que todos nos pisamos unos a otros, nuestras frases mordiendo a las de los demás. Todo increíblemente confuso, divertido, y, sobre todo, exageradamente gratificante.

Al llegar a casa, como epílogo, nos tiramos de cabeza a un centro comercial a hacer la compra semanal. En el hilo musical sonaba "it´s the end of the world as we know it". Me puse a hacer malabares con un par de rollos de bolsas de basura mientras mi pie derecho seguía el ritmo de la música. Me di cuenta de que una chica me miraba con curiosidad. Me puse colorado, se me cayeron las bolsas, la música cesó bruscamente: "oferta del día, pechuga de pavo sin sal cuatro noventaynueve el kilo". Ay que vergüenza.
fragmentos de memoria
Volvíamos de Santiago de madrugada. La autopista, esa lengua negra que discurre entre un cerco de estrellas, nos miraba, me miraba, como inquiriéndonos, que hacéis a estas horas por aquí, que os lleva, hacia donde. Muchas preguntas para alguien que tiene un volante entre las manos, y sin embargo. Al calor de la conversación que tenía lugar a mi lado y con la mirada centrada en las líneas blancas discontinuas enviándome un extraño mensaje en un código Morse sin puntos, me dejé ir por entre los fragmentos de la conversación ajena y las hipnóticas señales luminosas que caían sobre mí de manera repetitiva. El trazo de las líneas me llevó hasta la escuela en la que aprendí a leer y a escribir. Pasamos de puntillas sobre cosas así, pero su carácter fundacional debería hacernos repasar con más frecuencia la vivencia de esos momentos. En mi almacén de recuerdos estaba dibujada con precisión la línea del paisaje que componían los columpios del patio. La fachada del edificio principal. La cara del director, un sacerdote violento y baboso que pasaba del amor al odio con facilidad y que producía un terror sobrenatural sobre los niños. Los momentos en los que descifré por vez primera una línea completa o escribí yo solo mi primera palabra, sin embargo, resultaron inalcanzables para mí. Como si hubieran naufragado y permanecieran en islas que se hallaran fuera de todos los mapas. La idea de no recordar ambos momentos cero me agobió intensamente. Experimenté una poderosa sensación de pérdida mientras el coche se deslizaba con suavidad por la autopista. Imágenes vagas de cuadernos de lectura y escritura me salpicaban, vívidas como los reflectantes de los quitamiedos. Sin embargo, por mucho empeño que puse, no logré mi objetivo. Pensé que cambiaría gustoso los recuerdos de miles de días cargados de una espesa inanidad por esos dos chispazos en los que reconozco algo así como una segunda y tercera parte de mi nacimiento. Pero la memoria, como una marea ciega e inhumana, sólo me devolvía restos ininteligibles, fragmentos de acontecimientos que, descontextualizados por completo, me hablaban de alguien totalmente desconocido para mí. A la altura del puente de Rande, con la ciudad encendida como una feria gigantesca, intenté comprender porqué casi todas las cosas fundamentales de nuestra vida pasan desapercibidas en el momento mismo en el que ocurren, y, sobre todo, qué mecanismo terrible nos prohibe tener acceso a su huella precisamente cuando somos conscientes de su importancia. Entrando en casa pensé, el montante del olvido, el peso de los recuerdos prescindibles, el impacto de los acontecimientos. Fin del viaje.
sentencias gloriosas
En el ABCD del fin de semana pasado venía un divertido artículo sobre las comedias gamberras del tipo algo pasa con Mary y similares, sobre los increíbles beneficios que daban y cómo habían convertido en directores cotizadísimos a gente como los hermanos Farrelly o Jude Apatow. El autor -ahora no recuerdo el nombre, cachislamar- terminaba su elogio y refutación de este tipo de cine que, según él, está en su momento de madurez creativa gracias a títulos como lío embarazoso (knocked up en el original), los supersalidos (superbad en el original) o matrimonio compulsivo (the heartbreak kid en el original), con una frase de virgen a los 40 que merece pasar a la historia del cine:

los 40 son los nuevos 20!!!
de matones y hombres
¿Soy el único que percibe una simetría siniestra entre el matón del vídeo del metro y el presidente que subido a su avión salvó a tres bellas azafatas hispánicas de las garras de los salvajes africanos?



crítica del elogio puro
Hay cosas pequeñas pero fundamentales que deberían estar a salvo de los elogios. Criticarlas las hace más fuertes, pero elogiarlas las destruye poco a poco, las erosiona, las expone a un exceso de luz que les sienta realmente mal. No elogiemos las cosas pequeñas. Guardemos nuestros parabienes para aquello que sea inmune a la sobreexposición. Mordámonos la lengua aunque estemos deseando que todo el mundo se entere de lo estupendas que son algunas cosas aparentemente insignificantes.

Sé que no me explico. Tampoco quiero dar ejemplos concretos. Estoy harto de las cosas concretas. Ésto aún añade más confusión, supongo.
carnivale




Gracias a esos degustadores de exquisiteces que viven alojados en microphones in the trees descubro la enésima joya televisiva de la temporada, una ensalada de sabores audiovisuales entre los que es posible distinguir el regusto amargo de las uvas de la ira, el sabor ácido de freaks, el olor a quemado de el fuego y la palabra y el aroma de la televisión contemporánea que nos lleva desde a héroes hasta a dos metros bajo tierra sin perder su sabor propio en ningún momento.

Terminada la primera temporada tras un maratón que me equipararía a una especie de yonqui más que a un atleta de esos que hacen 42 kilómetros sin despeinarse, afronto con una mezcla de ansiedad y temor los doce capítulos de la segunda (y parece ser que última): ¿serán capaces los guionistas de mantener en lo más alto la tensión, el interés y los interrogantes que deja en el aire el último capítulo de la parte I? ¿terminará la cosa de mala manera sin dar respuestas a nada? que incertidumbreeee!!!!

(yo me bajé los torrents aquí: temporada 1 | temporada 2)
resident evil 4, extinction
El mundo, al borde de su momento final. Menos mal que Mila Jovovich, con su capa de Wyatt Earp, sus shorts a lo Lara Croft y sus labios Glossip extrabrillo rosa rosae puede con todo lo que le pongan por delante. Para delicia del personal, lo mismo corta cabezas que levanta motocicletas BMW con sus poderes psiónicos. Hasta llora cuando los zombies se comen a uno de sus amigos de toda la película. En una escena que vale por la hora y media restante, los malos malísimos de la corporación Umbrella intentan que los zombies pierdan el instinto asesino y dejen de lado su gusto por la carne humana experimentando con vacunas diversas. Para comprobar sus éxitos, a uno de ellos le ponen delante un móvil y una cámara digital: oh maravilla, el bicho usa las dos sin problema alguno!!! "podemos crear una masa obrera totalmente dócil y controlable que sirva como fuerza de trabajo permanente", dice el investigador de turno con sonrisa malévola. A ver que dice Zizek de esta obra maestra!!!
 

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