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el turista de masas, impresiones y depresiones (III)
En Valencia me acerco hasta el acuario de la ciudad de las artes y las ciencias, conocido como L´Oceoanografic. Me sorprendo ante la magnitud de la tal ciudad: las dimensiones tienen el tufo megalómano de lo inhumano. La arquitectura, cursi y relamida como pocas veces he visto, remarca el carácter espectacular de todo el conjunto. Bajo una tenue pátina de "cultura" subyace un gigantesco negocio que, a juzgar por la cola que tuve que soportar, debe dar considerables beneficios. El acuario, como me temía, viene siendo una especie de zoológico posmoderno, un lugar en el que la divulgación científica desaparece bajo toneladas de cartón piedra y sofisticados juegos de luces. La lógica cultural del espectáculo ha conquistado el terreno de la ciencia en su versión más asequible. Muchedumbres con cámaras fotográficas vuelven locos a los animales a base de miles de flashazos por segundo mientras los altavoces repiten en cinco idiomas "rogamos no hagan fotos con flash". Las dimensiones elefantisíacas del recinto (¿unos 20 campos de fútbol?) invitan a salir corriendo hacia la carretera. Todo es muy moderno, el cartón piedra de los decorados de primera calidad. El buenrrollismo ecologista de sus paneles contrasta con los cálculos imaginarios que hago acerca de lo que consumirá el lugar en electricidad y agua y en las toneladas de desechos que generarán cada día. A mi alrededor, sin embargo, a juzgar por los infinitos clics que escucho en cada sala, reina la felicidad en un relajado ambiente de parque infantil para todas las edades. En las zonas exteriores estamos a unos 35º, en los túneles y salas subterráneas el aire acondicionado recrea con exactitud el ambiente de un sofisticado edificio de oficinas. A veces se escucha el sonido de alguno de los animales. El resoplido de la morsa me conmueve de manera absurda, los delfines agradecen la comida con algo parecido a una risa frenética, dos blanquísimas belugas me hacen creer por un instante que los ángeles pueden existir. Los animales son tan preciosos, tan exageradamente elegantes en sus desplazamientos que dan ganas de llorar al verlos allí metidos, haciendo círculos imaginarios para una multitud que parece preferir hacerles fotografías que disfrutar de su presencia. Salgo deprimido. Sabía a lo que iba. Soy gilipollas.

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