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idas de marzo
Algunos de mis alumnos de tercero de ESO se van mañana de intercambio un par de semanas a Francia. Hoy, al finalizar las clases, abundaba la gente abrazada por el patio, parejas cerca de las puertas de las clases, grupos pequeños en alguna esquina poco transitada. Envidio en los adolescentes esa capacidad para que sus emociones los lleven a los límites de sí mismos. Una desventurada ventaja de la edad adulta es que uno ha aprendido a no dejar que casi nada lo lleve hasta ese lugar en el que las fuerzas que mantienen unida su personalidad se desvanecen. El coste por transitar con demasiada frecuencia tales regiones es demasiado elevado. Y, sin embargo, noto punzadas incomprensibles cuando veo a mis alumnos entregados furiosa y totalmente a una despedida que resulta exagerada, desmesurada y, cómo no, absurda. Desde algún punto muy olvidado de mí mismo sé que quisiera recuperar aunque fuera esporádicamente esa forma de entregarse a algunas situaciones. Pero, simultáneamente, sé que tal cosa es imposible. Nada podría evitar la mirada autoirónica, la distancia prudencial, la autoconciencia de la situación que desnuda los eventos quitándoles todo atisbo de exceso. Y, como colofón, sé que el futuro guarda en algún pasillo secreto momentos así, pero ya no seré adolescente, no tendré el corazón acostumbrado a desbocarse y sólo me quedará congelarme o morirme del susto. Hoy, mi despedida para los que se iban fue más propia de alguna momia en descomposición, de algún barco oxidado camino del desguace: "divertíos, pero no demasiado". Toda la historia de mi vida cabe en esa frase.

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