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crank
Voy al cine a ver una de descerebre y tiros y hostias: crank.

Me sorprendo comprobando cuanto ha evolucionado el cine "de evasión": humor retorcido, crueldad gratuita, mutilaciones explícitas, finales infelices, hiperrealismo, personajes que no son ni héroes ni antihéroes ni contrahéroes sino hijoputas caricaturescos, guiños continuados al espectador y teléfonos móviles que tienen más importancia que casi cualquier personaje. Un tipo de ficción que revienta todas las convenciones de todos los géneros, que mueve las cámaras de manera epiléptica, a base de convulsiones y ángulos absurdos, que juega con la saturación cromática a su antojo, que manipula colores e inserta subtítulos que cobran vida propia en la pantalla. Una ficción que cae en el término medio entre los videojuegos del tipo shoot´em all, las patochadas descerebradas tipo jackass y una digestión cortada de géneros como el terror adolescente, las películas de persecuciones y los productos tipo "speed" y sus secuelas. Una ficción, en fin, que bajo un envoltorio cargado de pirotecnia visual esconde pinceladas gruesas de mensajes rancios, de machos viriles y violentos en un mundo en que sólo importan el deseo, la velocidad y la muerte. En este caso, todo ello salpicado por una absurda historia de amor -por llamarle algo- que sirve de excusa para un polvo en plena calle jaleado por cientos de paseantes, y un más absurdo lío de bandas entre centroamericanos y tríadas hongkonesas.

De todo ello, lo más destacable, aquello que cruza la película de cabo a rabo, es el culto a la velocidad extrema y a una violencia que busca la carcajada a través de los excesos -¿es normal reírse ante el primer plano de una mano cortada con un cuchillo de carnicero?-. Todo lo anterior, aderezado por unos diálogos en los que prima la necesidad de hacer reír al espectador, configura un producto deliberadamente sucio, tenso, espasmódico y extrañamene adictivo en su primera mitad -luego, a base de repeticiones, la cosa se resiente- que llena de interrogantes sin respuesta la cabeza del espectador (la mía al menos). Si las ficciones aspiran a ser verosímiles a través del hiperrealismo y de la concatenación de excesos de todo tipo -con especial atención a las muertes crueles y las mutilaciones en primer plano- ¿hasta dónde piensan llegar en su aspiración de dejar clavado al espectador sin respirar durante noventa minutos? Aquí al menos los directores demuestran al menos haber aprendido las lecciones de Tarantino y del Oliver Stone más lisérgico, pero, ¿qué futuros bodrios perpetrarán sus imitadores?

¿Y los actores? El monolítico Jason Statham, casi en la liga de los grandes pegadores de la historia del cine: un saco de músculos inexpresivo cuya mueca de flipado acaba por hacer gracia a los amantes -como yo- de los protagonistas garrulos que lo solucionan todo subidos a un buen coche o dando más hostias de las que serían estrictamente necesario: un crack. Del resto, mejor olvidarse, excepto de la semi-protagonista, Amy Smart, otra bella actriz surgida de la cantera de las teleseries y de las TV-movies que merece papeles mejores que el de esclava sexual de ese hombre de las cavernas contemporáneo que es nuestro adorado Jason.

Resumiendo: lo he pasado en grande, pero no estoy orgulloso de ello. Es más, algo en mi interior me dice que no debería habérmelo pasado tan en grande, a no ser que me parezca mucho más de lo que creo a muchas cosas que detesto vehementemente. Uf.

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