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electricidad
Estábamos en la playa, paseando cerca de la orilla. El día estaba loco perdido y arrastraba ráfagas aleatorias de frío y calor sobre nuestros rostros. La gente parecía congelada sobre la arena, en una extraña confusión de vestimentas. Adolescentes en bañador mirando el horizonte con incredulidad, hombres vestidos de los pies a la cabeza preparados para una tormenta primaveral, mujeres cubiertas por delicados vestidos blancos, como apariciones fantasmales entre la resaca de la Semana Santa, niños desnudos tirándose arena y chapoteando. Y nosotros dos, que estábamos pendientes del verde del mar que estaba comenzando a virar a turquesa mientras sobre él nubes gruesas le daban una luminosidad especial a todo lo que nos rodeaba. De pronto a mi lado pasó como una alucinación un chico de unos diecisiete años, y, tras él, una chica de edad parecida. Los miré justo en el instante en el que él se detenía en seco, daba una voltereta hacia atrás y ella, sobresaltada, dejaba caer una carcajada cristalina y musical mientras se tapaba la boca con una mano. Después siguieron corriendo, entre risas, ebrios de sol y de arena, dejando tras de sí un reguero de chispas, el envidiable rastro de la plenitud. Luego nos fuimos, ya no había casi sol, el cielo estaba emobrronado por un torbellino de grises, el coche, ligeramente recalentado por las horas de exposición era como una cápsula del tiempo que llegara directo del mes de Julio. Bajé la ventanilla, el aire traía un penetrante olor a sal. Pensé, me gustaría saber dar volteretas, pero no sé hacer nada que merezca la pena ser contado. Pensé, qué hambre.

Epílogo.
Al atardecer, alguien había prendido fuego al cielo. Cogí la cámara, claro.





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