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agujeros
Hoy comí en casa de mi amigo M. Al lado de su edificio, en el barrio de Casablanca -un nombre curioso-, se ha instalado desde hace un tiempo una iglesia evangelista que responde al nombre de "iglesia evangelista pentecostal" o algo por el estilo. Frente a su puerta se reúne, en las horas de culto, una curiosa mezcla de razas y nacionalidades. Resulta sorprendente el contraste entre las ropas "de fiesta" de los africanos y los europeos o los sudamericanos. Cada uno vestido a su manera y todos unidos por ese hilo inquietante que es el culto religioso.

Hoy, a eso de las cinco, delante de la puerta, había una aglomeración diferente a las que veo habitualmente. Una pequeña muchedumbre algo crispada se arremolinaba frente a un chico que pedía, por este orden, silencio, calma y paciencia. M me dijo, "hoy es el día en que reparten comida". Me fijé discretamente: nada de ropas de fiesta, nada de gente charlando amigablemente, nada de gestos amables y conversaciones distendidas. La gente que estaba allí se estaba jugando un número para tener comida durante la semana. También la mezcla de razas era llamativa: asiáticos, africanos, europeos y sudamericanos. Una especie de ONU microscópica donde sólo faltaban los pobres locales. Una cosa un poco extraña.

Recordé un artículo en algún periódico de este fin de semana sobre la introducción de las sectas evangelistas ultraconservadoras en América Latina y su penetración fulgurante en el territorio apoyados por las generosas subvenciones de la CIA y, sobre todo, por la inmensa necesidad de una población que, sometida a la presión brutal de la miseria, abraza a cualquiera que le ayude a sacar la cabeza mínimamente del pozo (como haría cualquiera de nosotros, por otra parte). Allí donde el Estado no acude para tirar hacia arriba de aquellos que se juegan la supervivencia cada día, aparece un agujero que se agranda con el paso del tiempo. Allí donde las identidades personales son sometidas a las tensiones brutales de la pobreza, el hambre o la marginación absoluta, aparecen las identidades colectivas de tipo religioso o étnico para ofrecer un abrigo. Y este fenómeno, un síntoma de esa enfermedad más grave que lleva a miles de centroafricanos a jugarse la vida intentando pasar las fronteras de Ceuta o Melilla, es altamente preocupante, porque pone en evidencia las grietas de nuestro sistema de bienestar y agranda su tamaño cada día que una persona en apuros es socorrida por una congregación religiosa en vez de por el sistema de protección del Estado.

En el libro "El respeto" de Richard Sennet se habla de este tema y se ofrece un diagnóstico que pone los pelos de punta: no basta con ayudas materiales puntuales. La clave para salir de la pobreza es ofrecer un sistema de relaciones, una red social que evite las caídas en el abismo de la miseria y la marginación. Y el fallo del sistema de protección social occidental es que, si bien actúa con alguna eficacia para cubrir necesidades materiales mínimas y puntuales, no va más allá. Las iglesias evangélicas, o musulmanas, o católicas ofrecen esa red, ese abrigo, esa protección total a cambio de entregarse a la causa. Y cada vez que una persona de las que malviven a nuesto alrededor se tira de cabeza en brazos del predicador o el iman de turno, sabemos que en el seno de nuestra sociedad, en el interior de nuestro sistema de valores y libertades que suponemos firme y sólido, se está abriendo un agujero cuyo tamaño va aumentando exponencialmente con el paso del tiempo.

Dice en un comentario al post anterior mi amiga C, a propósito de un tema algo diferente: "hay que hacer algo". Yo creo además que hay que hacerlo ya y en varios frentes a la vez.

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