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terror en el hipermercado
Haciendo la compra en el Carrefour. Una familia completa a mis espaldas, en la sección de frutería, mientras espero en la cola de la charcutería. Hablan alto. Me giro discretamente y veo a un niño de unos ocho-nueve años que conduce un minicarroo evidentemente sobrecargado, que se detiene y se pone a manosear la fruta y a jugar con unas manzanas. La madre le da un aviso para que pare y el niño no le hace ni caso. La madre se acerca algo más y le da un manotazo en el hombro mientras repite la orden. La caravana familiar se detiene y el niño se gira, eleva el dedo índice de la mano derecha y sentencia: "que sea la última vez que me tocas". La madre se queda clavada mirando para el inesperado discípulo de, pongamos, Zaplana -con cierto considerable sobrepeso- y sin saber que decir. Por detrás de ella, la figura espigada de una niña de unos trece años que le saca una cuarta a la madre, coge a ésta por el hombro, y, muy seria, le reprende: "no vuelvas a pegarle!". Suficiente para mí. Me giro. Al cabo de un par de minutos, por el rabillo del ojo veo la procesión volviendo en sentido contrario: en primer lugar, el niño, muy digno, empujando su minicarro rebosante de paquetes de colorines; a su lado, la hermana justiciera; en el medio del grupo, la madre, cabizbaja, y, cerrando, una -creo- hermana de unos veinte años con síntomas de anorexia y un padre con aspecto de haber desertado hace tiempo de algunas competencias de su cargo. En el contador electrónico de la charcutería los tres que esperamos podemos leer con toda claridad en letras rojas el pensamiento de la madre: "qué-he-hecho-mal".

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