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el vivero
los sábados por la mañana, a. y yo nos acercamos siempre que podemos a nuestro vivero de confianza a comprar las flores de la semana y de paso llevar algunas a casa de mis padres; el ambiente, luminoso y electrizado de todo tipo de olores y fragancias es difícil de describir; para mí supone algo parecido a lo que debe sentir una persona religiosa cuando entra en una iglesia: una especie de conexión primordial con algo difícil de describir pero fácil de percibir a través del aroma de la tierra mojada y las flores y la vista de las infinitas tonalidades de todo tipo de plantas, y, al mismo tiempo, un enlace secreto con la tierra a través de su cara más amable, banal y superflua, la del mero decorativismo a partir de los ornamentos vegetales; tanta ligereza me conmueve secretamente; ultimamente, poco a poco, me atrevo a sugerir nombres de plantas y flores a a., auténtica experta en el tema; mi último capricho son los tulipanes blancos y las fresias amarillas, flores ligeras de color amarillo pálido que despiden un olor algo amargo cercano a la fragancia del limón; me gusta tanto ir al vivero que la última vez -tras pedir permiso a la dueña- le hice una foto para tener en casa:

aquí, una parte de la selva domesticada



este sábado, tras cambiar algunos planes previos, nos fuimos por la tarde con mis padres a ver como iba la reforma que están haciendo de la casa de la playa; el paisaje a la hora de ponerse el sol, era demasiado bueno como para resistirse a hacerle una foto:

en el cielo de invierno flotan los restos de algunas nubes

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